Cuando Damian Lillard solicitó oficialmente ser traspasado por los Portland Trail Blazers, no fue una sorpresa. Durante años, el veterano había expresado su deseo de competir por campeonatos. En cambio, los Blazers aceptaron ser un equipo mediocre, llegando incluso a seleccionar al que parecía ser el sustituto de Lillard.
Con esta solicitud de traspaso, Lillard hace una declaración audaz sobre los Blazers, demostrando que el ego a veces interfiere con las oportunidades. «No tenía por qué ser así», se lamenta.
“Me habría destacado por mi mismo, pero él era tan bueno”, dice Lillard, refiriéndose a LaMarcus Aldridge, quien en su momento fue uno de los jugadores más consistentes de la NBA. Este pívot híbrido, que era un tirador certero desde la media distancia, promedió 20,5 puntos por partido con los Blazers después de su campaña de novato.
En ese tiempo, Portland consiguió cinco puestos en los playoffs, ganando 50 o más partidos en cuatro de esas temporadas. Sin embargo, los Trail Blazers solo pudieron pasar de la primera ronda en una ocasión mientras estaban liderados por Aldridge. En 2014, él y Lillard eliminaron a los Houston Rockets en seis partidos antes de ser derrotados por los San Antonio Spurs. Casualmente, esa fue la última temporada de Aldridge en Portland.
¿Tenía razón Dame al pensar que podría haber brillado más si no fuera por la presencia de Aldridge en el equipo? Esta situación plantea interrogantes sobre cómo el rendimiento individual puede afectar al colectivo, y cómo la ambición de un jugador puede chocar con la dinámica de un equipo. Sin duda, la historia de Damian Lillard y LaMarcus Aldridge en los Blazers es un testimonio elocuente de estos desafíos en el mundo del baloncesto profesional.